En Bogotá, sin el programa de filtros
de partículas no se lograrán las metas ambientales.
Por Eduardo Behrentz
La
contaminación del aire es uno de los mayores problemas ambientales del
presente. Lo dice la Organización Mundial de la Salud, lo han padecido los
habitantes de Medellín en tiempos recientes y lo tenemos bien documentado en
Bogotá. Para el caso de la población infantil de la capital y en un horizonte
de 10 años, sabemos que este fenómeno se encuentra asociado con 75.000
atenciones en salas de enfermedad respiratoria aguda, 30.000 hospitalizaciones,
5.000 casos en unidades de cuidados intensivos y 1.500 muertes. Si se suman a
esto los efectos en la población adulta y se consideran las implicaciones
sociales y económicas, la ciudad contaminada nos cuesta más de 1,5 billones de
pesos al año.
Y
esto sucede a pesar de contar con el Plan Decenal de Descontaminación del Aire,
un proyecto desarrollado en varias etapas entre 2006 y 2010 por el Grupo de
Estudios en Sostenibilidad Urbana y Regional (SUR) de la Universidad de los
Andes, gracias a la financiación y acompañamiento de la Secretaría Distrital de
Ambiente (SDA) y TransMilenio S. A. Los resultados de dicho estudio, que
corresponden al estado de la cuestión de su momento, fueron adoptados como
política oficial por medio del Decreto 098 de 2011 de la Alcaldía Mayor.
Esto
significa que tenemos desde hace un buen rato un diagnóstico técnico y preciso
acerca de nuestro problema de contaminación, así como de sus principales causas
y responsables. Es clara también la hoja de ruta que trazó el plan en
referencia para que los bogotanos podamos habitar algún día una ciudad libre de
polución atmosférica.
Según
el Plan, para cumplir las normas vigentes a nivel nacional de una manera
costo-efectiva se requieren acciones para el sector industrial y las
denominadas fuentes móviles. Para el primer caso se necesita, entre otros,
utilizar tecnologías de control de descargas atmosféricas y sustituir energéticos
sólidos por gas natural. Para las fuentes vehiculares, las medidas relevantes
incluyen la implementación del Sistema Integrado de Transporte Público (SITP),
eliminando la sobreoferta y los buses viejos, así como la utilización de
mecanismos de control de emisiones en camiones y buses que operan con ACPM.
La
instalación de lo que se conoce como filtros de partículas en vehículos diésel
conlleva de forma inmediata reducciones de emisiones superiores al 90%. Esto
por medio de dispositivos que cuestan unos cuantos miles de dólares. En el
mercado actual de opciones disponibles no existe medida alternativa que pueda
competir en términos de costo y eficiencia para lograr iguales resultados.
La
adopción de normas que hagan obligatorio el uso de estos filtros es ineludible
como parte de las políticas de mejoramiento del aire en los centros urbanos.
Adicionalmente, su no implementación implicaría desperdiciar gran parte del
esfuerzo que hizo el Estado para mejorar la calidad de nuestros combustibles
(por medio de la ley del diésel del año 2008). La principal y más importante
razón para justificar las billonarias inversiones que se hicieron en la cadena
de refinación desde entonces, era precisamente contar con carburantes que
fuesen consistentes con la tecnología de control de partículas. Es decir,
mejoramos el diésel que se produce en el país para que fuese posible una norma
ambiental que haga obligatorio el uso de los filtros.
En
este contexto, es esencial que la Administración Distrital revise su actual
propósito de modificar las decisiones previamente adoptadas en relación con el
Programa de Filtros de Partículas (Resolución 123 del 2015 de la SDA). La
conclusión es simple. Sin este programa no se lograrán las metas ambientales
que hacen parte del Plan de Desarrollo 2016-2020.
EDUARDO BEHRENTZ
@behrentz
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